18 de noviembre de 2006

La violencia

La violencia es el recurso de quien no tiene otro. Este enunciado posee una doble significación: una legitimadora que entiende que quien usa la violencia no ha tenido otra salida; y la otra descalificadora de quien la ejerce, porque entiende que por sus limitaciones no ha sido capaz de ver otras opciones.

El uso de la violencia como medio de transformación social ha de estar referido a unas circunstancias concretas. No se puede rechazar de forma categórica el recurso a la violencia para hacer frente a una situación insostenible de injusticia, cuando la inacción provocaría mayores daños. Existen momentos históricos en los que la creación de una fuerza libertadora que se enfrente a la violencia hegemónica del poder constituido es necesaria, cuando la propia estructura social se basa en la posesión de la fuerza (militar) para imponer sus intereses de clase al resto de la sociedad. Ejemplos los podemos encontrar desde las bagaudas en Francia o los movimientos irmandiños en esta tierra, hasta la Revolución de Octubre o los grupos guerrilleros americanos.

Sin embargo, en una sociedad como la que nos ha tocado vivir, el recurso a la violencia es inaceptable pues, aunque reconociendo que se trata de una democracia de baja calidad, una oligarquía, una plutocracia que es la sombra del gobierno de ciudadanos que se nos promete, sí que ofrece unos mecanismos de acción social pacífica que han de ser explotados.

Hasta ahora, he hablado de la violencia en referencia a la violencia física, el ejercicio activo de la fuerza. Sin embargo, existen muchos tipos de violencia: la coacción es una de sus formas, que no necesita hacer efectiva su amenaza para forzar las voluntades, como puede ser el caso del ejército sobre la sociedad civil. Hoy por hoy, con el desarrollo de la tecnología bélica, sería impensable que el pueblo resistiera ni tan siquiera un día a una sublevación del ejército como la ocurrida en el 36. Así pues, la sola existencia de un poder armado sin oposición posible, supone una forma de violencia, sin necesidad de que dispare una bala.

Como bien recuerda nuestra vicepresidenta, el Estado posee el monopolio de la violencia (la fuerza, según ella). Sin embargo, no posee el monopolio de la razón, con el consiguiente abuso de autoridad.

Dado que no tenemos la fuerza. Es más, no sólo no la tenemos, sino que no la queremos. El campo donde se debemos librar las batallas es en el de las ideas. Con la pluma como arma y con el uso amplificador de esa fenomenal imprenta que es la red de redes.



Tomemos como ejemplo la lucha anticolonial del Mahatma (Gran Alma) y su resistencia pasiva, contra el ocupador británico. Huelgas, ayunos, marchas y jornadas de desobediencia civil consiguieron derrotar a un gobierno colonial respaldado por uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Se consiguió con inteligencia y superioridad moral lo que quizá que en un campo de batalla con decenas de miles de muertos no se hubiera logrado.

La violencia de los pacíficos (Roger Louis Schutz 1968) puede ser, en ciertas circunstancias, más efectiva que la lucha armada. Es necesario conocer el sistema, para poder cambiarlo.

Para hacer frente a una imparable globalización económica, que lleva pareja una colonización cultural con los principios de la sub-cultura capitalista, es necesario oponer unos sindicatos supranacionales, una internacionalización de la lucha obrera superando las fronteras de los estados burgueses en la defensa de intereses de clase que se ven amenazados por un capital que no las reconoce. No crear limitaciones donde el enemigo no las ve, luchar en igualdad de condiciones. Y esto no sólo es óbice, sino de lo cual es consecuencia una potenciación de contactos culturales entre los diferentes pueblos, oponiendo ese crisol multiétnico a la pseudocultura alienante de Hollywood y McDonald's.

A los principios éticos del capitalismo, como el individualismo, la ambición y el lucro personal; anteponer valores propios de los pueblos como la colaboración, la corresponsabilidad y la búsqueda del bien común. Al modelo de empresa capitalista se le puede enfrentar la colectivización y el cooperativismo como modelos alternativos igualitarios no autoritarios.

Podemos comprobar como los ataques violentos contra el sistema no hacen sino fortalecerlo, realimentar su discurso y reafirmar su presión sobre el ciudadano. Hay que golpear donde duele.

Contra un sistema en el que el valor de la persona se mide en lo que es capaz de producir y, sobre todo, en lo que es capaz de consumir, la mayor subversión es ejercer nuestro cada vez más limitado derecho a NO CONSUMIR.

Un sistema capitalista tiene la naturaleza de un escualo, que necesita avanzar siempre para poder respirar y, si detiene esa febril actividad consumista que necesita para retroalimentarse, muere. El Estado puede asumir miles de muertos en sus propias filas sin causarle mayor quebranto; sin embargo, una caída de unos pocos puntos en el consumo interno pueden desmoronar todo el castillo de naipes, arrastrando consigo la credibilidad de los augures del capital y sus cifras macroeconómicas.

Romper las cadenas de la voracidad consumista que crea en el ciudadano la insatisfacción de un apetito nunca saciado, contraponer una digna austeridad a la enloquecida hoguera de las vanidades que nos ha tocado en suerte vivir. Adoptar un consumo racional y moralmente aceptable, en contraposición a la miseria moral que cimenta nuestro progreso y calidad de vida en la explotación laboral de medio mundo, y en la rapiña de los recursos naturales del otro medio, a veces coincidente.

El primer mundo asiste con indiferencia al insostenible saqueo de todo el planeta para satisfacer los lujos de nuestro cómodo paraíso artificial.

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